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Manuel J. Rodríguez Caamaño

 

HOMENAJE (19 de noviembre de 2007)

 

Tantos años de estar en despachos adosados, de platicar sobre Simmel, la globalización, las preferencias gastronómicas o lo que se terciase, cuando no, consolarnos mutuamente de los disgustos futbolísticos que nos daban, a él el Depor y a mí el Atleti; horas y horas de convivencia y confidencias hicieron de nosotros casi una fraternal pareja de hecho.

La ausencia de Manolo me empobrece vitalmente, pues en vez de charlar esos ratos con él teclero en el ordenador, y al irme me falta oir sus dudas, propias de un Hamlet gallego: "Laureano, ¿he apagado la luz del despacho?". Ahora, cuando apago la mía, recuerdo su pregunta y sonrío, porque no hay oscuridad, porque sigue brillando la luz del compañero ejemplar.

Laureano Pérez Latorre

 


 

Durante la organización de este homenaje, el Departamento me sugirió que hablara hoy sobre “lo que Manolo nos deja”, seguramente por ser el más joven de los que hoy intervenimos, el último en conocerle y, quizá, quien más intensamente compartió durante los últimos años sus proyectos y preocupaciones académicas.

Es evidente que Manolo nos deja algo distinto a cada uno de nosotros, y a todos nos deja mucho, porque era una persona de gran generosidad personal e intelectual. Manolo regalaba mucho y era capaz de querer mucho, por encima de su enorme sentido del pudor. Pudor que, en ocasiones, hacía que él no se dejara querer con facilidad.

Aunque no estoy aquí para hablar de lo que Manolo me ha dejado a mí, sino lo que puedo pensar que nos deja a todos sus amigos y alumnos, no me resisto a contar una sola anécdota que ilustra, creo yo, esa particular e intensa manera de querer que tenía Manolo, a veces inevitablemente paternal.

Apenas un año antes de su muerte, estando ya enfermo, nos embarcamos, a instancias mías, en un nuevo proyecto, esta vez de muy corto vuelo intelectual: completar el álbum de cromos del pasado Campeonato Mundial de fútbol de Alemania. Durante varias semanas, entrando el verano, cada uno compraba algunos sobres de cromos junto a la prensa del día, apartábamos los repetidos y, una vez a la semana, nos veíamos para intercambiarlos. Entre dos la colección no iba muy rápido, pero está claro que ya ni él ni yo teníamos edad para andar negociando en la puerta de un colegio, alarmando con ello a padres y policías.

Un día, entre los cromos repetidos que Manolo me daba, estaba el del delantero argentino Messi. Pensando en la de sobres que debía haber comprado Manolo para que le tocara, no una, sino dos veces un cromo que cotizaba tan alto, lo apilé junto al resto de novedades visiblemente entusiasmado. Minutos después, revisando el suyo para ver cuánto había avanzado y ayudarle a pegar las nuevas incorporaciones, me di cuenta de que él no tenía aquel cromo. Le dije que aquello no era así e insistí en devolvérselo, pero él, mirando hacia otro lado y haciendo un gesto de indiferencia con la mano, me obligó a que me lo quedara y rápidamente cambió de tema.

Hasta aquí la anécdota.

Todos sabemos que Manolo dedicó su vida profesional a la docencia. Tenía un especial compromiso con esa dedicación, que sintió siempre como prioritaria. Tenía un método muy personal para dar clase, que se basaba en lograr que los alumnos nos comprometiéramos con la dinámica del debate. Se esforzaba mucho en hacernos ver que teníamos que intervenir sí o sí y que lo que dijéramos era siempre importante, no porque fuera a ser una observación muy inteligente o un argumento brillante, sino porque nuestra aportación formaba parte indispensable del proceso por el que, quizá y sólo quizá, llegáramos entre todos a alguna conclusión, por difusa que ésta fuera.

Y lo conseguía. Conseguía que nos hiciéramos responsables del debate de una manera solidaria y honesta. Manolo nos convencía de que todo lo que decíamos era, de un modo u otro, valioso. Valioso porque para pensar hay que esforzarse. Hay que trabajar.

Podía uno decir algo inconveniente, confuso o incluso una trivialidad total, pero Manolo retomaba la palabra, seleccionaba en cuestión de segundos las dos o tres cosas potencialmente útiles de tu intervención y reconducía el discurso. Es más, si ni siquiera eso había, si alguien esgrimía el mayor sinsentido o galimatías, Manolo se hacía el despistado y, tras un gesto invariablemente afirmativo, se daba la vuelta y simulaba retomar tu argumento mientras hablaba de algo completamente distinto. Uno podía darse cuenta entonces de que había dicho una chorrada, pero casi nunca pensaba que la había dicho en balde. Para Manolo, esas cien chorradas diarias terminaban por engrasar la herramienta para desbrozar un camino que, tarde o temprano, llevaría a algo.

Su método, insisto, era particular, pero sus objetivos no eran precisamente el último grito de la vanguardia pedagógica. Manolo pretendía, simple y llanamente, que sus alumnos fueran capaces de leer bien, de escribir bien y de argumentar con claridad y rigor en las discusiones. Si el tiempo no daba para tanto, por lo menos debía enseñarnos lo primero: leer bien, leer con cuidado, desmenuzando los textos desde las ideas más generales y abstractas hasta las más concretas, reflexionando acerca de su contenido, sus herencias y sus implicaciones.

También sabía que el tiempo es limitado y que no pocas veces vale más releer cuidadosamente unos pocos libros en lugar de leer una sola vez muchos. Para Manolo, cuya cultura era en general amplia, pero cuya cultura sociológica era apabullante, leer con especial atención a los clásicos de la sociología era un imperativo. Le apasionaba buscar lo nuevo en lo viejo y todos sus alumnos podemos constatar que una de sus frases más habituales no era otra que “Sí, sí, pero eso ya lo decía…”

De entre esos clásicos destacó siempre a Tocqueville y a Simmel, cuya obra conocía casi de memoria y que sintonizan bien con las que fueron sus grandes preocupaciones como sociólogo: el individualismo, la soledad y el peculiar modo en que la cultura moderna de lo efímero se ensaña contra la intimidad de las personas.

Su reacción ante fórmulas editoriales como “Sociedad de la información”, “Sociedad red” o “Sociedad del riesgo” oscilaba entre una leve irritación y la más rotunda indiferencia. Y, sin embargo, no había día de los que nos encontrábamos en la facultad que no comenzara con el estricto ritual del café solo y las novedades expuestas en la librería.

Manolo fue lo que se solía llamar un profesor y un pensador comprometido. Un hombre de izquierdas. Conocía bien la tradición de pensamiento anarquista y el socialismo utópico, ante cuyo progresivo desprestigio él oponía la necesidad de volver a pensar, sin tanto rubor impuesto, ideas bellas, ideas nobles. Pensar sin dogmatismo (del que era incapaz), pero con convencimiento.

Esto es lo que nos ha dejado Manolo: el recuerdo de volver a casa en metro, después de sus clases, pensando atropelladamente en todo lo que nos había dicho; nos deja cultura y sentido crítico; nos deja el principio de pensar y defender una sociedad más libre, más justa, más decente. Nos deja todo esto y un cariño infinito a cada uno, que yo recojo en un cromo de Messi, por el que rompería, sin dudarlo un instante, todos los tratados de sociología del mundo.

Héctor Romero Ramos

 

 

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